Vivimos en un mundo cada vez más inestable y peligroso. Los acontecimientos más recientes han aumentado la sensación de vulnerabilidad y el miedo a la violencia, tanto personal como colectivo. En nuestro planeta, millones de personas viven angustiadas por la guerra y el temor, y se sienten oprimidas por el odio y el terror.
Una guerra total
Desde mediados del siglo pasado la humanidad se halla inmersa en una guerra total. El concepto de guerra total entraña que, en teoría y de no ser por la Providencia divina, los habitantes de la tierra podrían exterminar a toda la humanidad. Las armas bioquímicas y nucleares de destrucción masiva tienen como objetivo los grandes centros urbanos. Naciones y sociedades enteras son movilizadas para la guerra o se convierten en blanco de ella y, cuando estalla el conflicto, este se desarrolla de forma extremadamente violenta y devastadora. Cada vez resulta más difícil justificar la guerra, aunque los avances tecnológicos hayan hecho posible la destrucción de objetivos con un mínimo de bajas entre la población civil.
Una nueva dimensión
Si bien las Naciones Unidas y diversas entidades religiosas han proclamado la primera década del siglo XXI como la década de la promoción de la paz y la seguridad, ha surgido una nueva e insidiosa dimensión de la violencia: el terrorismo internacional organizado. El terrorismo en sí no es nada nuevo, pero sí lo son las redes terroristas internacionales. Otro nuevo factor es la vinculación del terrorismo con los así llamados «mandatos divinos» que supuestamente le brindan su base conceptual, bajo el pretexto de una guerra cultural o incluso «religiosa».
El auge del terrorismo internacional pone de manifiesto que no solo los países hacen la guerra, sino también grupos humanos de diferente composición. Como señaló una de las prominentes fundadoras de la Iglesia Adventista del Séptimo Día hace más de un siglo: «La inhumanidad del hombre para con el hombre es nuestro mayor pecado» (El ministerio de curación, cap. 10, p. 100). En efecto, la naturaleza humana tiende a la violencia. Desde una perspectiva cristiana, tanta falta de humanidad forma parte de una guerra cósmica: el gran conflicto entre el bien y el mal.
El terrorismo saca provecho del concepto de Dios
Los terroristas, en especial aquellos que buscan fundamentar sus motivaciones en la religión, reivindican que su causa es absoluta, y que segar vidas de manera indiscriminada se halla plenamente justificado. Mientras afirman ser representantes de la justicia de Dios, dejan por completo de representar su gran amor.
Por otra parte, este tipo de terrorismo internacional es totalmente ajeno al concepto de libertad religiosa. Se basa en un extremismo político y religioso, y en un fanatismo integrista que se atribuye el derecho de imponer determinada convicción o cosmovisión religiosa y de eliminar a quienes se opongan a sus opiniones. Imponer a los demás el punto de vista religioso personal mediante la coacción o el terror supone una manipulación del concepto de Dios, al que se convierte en un ídolo de la maldad y la violencia. Esto se traduce en desprecio a la dignidad de los seres humanos creados a imagen de Dios.
Aunque resulta inevitable que las naciones y los pueblos intenten defenderse de la violencia y del terrorismo por medio de acciones militares eficaces a corto plazo, no pueden obtenerse respuestas duraderas a los profundos problemas de división social por medio de la violencia.
Los pilares de la paz
Tanto desde la perspectiva cristiana como desde un punto de vista práctico, la paz duradera requiere que existan al menos cuatro ingredientes: el diálogo, la justicia, el perdón y la reconciliación.
• El diálogo: Lo que hace falta es el diálogo y el debate, y no los discursos acalorados ni los gritos de guerra. La paz duradera no es el resultado de medidas violentas, sino de la negociación, el diálogo y, de manera inevitable, de los acuerdos políticos. En último término, el discurso racional tiene más autoridad que la fuerza militar. Especialmente los cristianos deberían estar siempre dispuestos a razonar juntos, como dice la Biblia (Isa. 1: 18, NBL).
• La justicia: Es lamentable que el mundo esté lleno de injusticias, porque las injusticias derivan en contiendas. La justicia y la paz van juntas de la mano, al igual que la injusticia y la guerra. La pobreza y la explotación son caldo de cultivo del descontento y la desesperanza, que conducen a la desesperación y a la violencia.
Por otro lado, «la Palabra de Dios no sanciona los métodos que enriquezcan a una clase mediante la opresión y las penurias impuestas a otra» (El ministerio de curación, cap. 12, p. 119).
La justicia requiere respeto a los derechos humanos, en especial a la libertad religiosa, pues esta tiene que ver con las aspiraciones humanas más profundas y constituye el fundamento de todos los demás derechos humanos. La justicia abarca la no discriminación, el respeto por la dignidad e igualdad humanas, y una distribución más equitativa de los recursos necesarios para vivir. Las políticas sociales y económicas darán por resultado la paz o el descontento. La preocupación de los adventistas por la justicia social se manifiesta a través del apoyo y la defensa de la libertad religiosa, y por medio de las organizaciones y departamentos de la Iglesia que trabajan para mitigar la pobreza y las situaciones de marginación. Estos esfuerzos por parte de la Iglesia pueden, con el tiempo, reducir los resentimientos y el terrorismo.
• El perdón: Por lo común se considera que el perdón es esencial para restaurar las relaciones interpersonales quebrantadas. Jesús destaca esto en la oración que enseñó a sus seguidores (Mat. 6: 12). Sin embargo, no hemos de pasar por alto que el perdón tiene varias dimensiones: una colectiva, otra social y otra interpersonal. Para que se mantenga la paz es vital que se olviden los resentimientos del pasado, se superen las discrepancias y se trabaje en pro de la reconciliación. Como mínimo, esto requiere dejar de lado las injusticias y las violencias cometidas y perdonar, y asumir el dolor sin represalias.
Dada la naturaleza pecaminosa de los seres humanos y la violencia que genera, el perdón es necesario a fin de romper el círculo vicioso de encono, odio y deseo de venganza que se da a todos los niveles. El perdón es contrario a la naturaleza humana, ya que resulta natural que los seres humanos sientan deseos de vengarse y de devolver mal por mal.
En consecuencia es preciso, antes que nada, fomentar un ambiente de perdón en la iglesia. Como cristianos y dirigentes de la Iglesia, es nuestro deber contribuir para que tanto los individuos como las naciones se liberen de las cadenas del pasado y se nieguen —año tras año y generación tras generación— a reproducir el odio y la violencia que generan las experiencias del pasado.
• La reconciliación: El perdón proporciona el fundamento para la reconciliación, que viene acompañada de la restauración de las relaciones quebrantadas y hostiles. La reconciliación es la única vía para el éxito en el camino que conduce a la cooperación, la armonía y la paz. Hacemos un llamamiento a las iglesias y a los dirigentes cristianos para que ejerzan el ministerio de la reconciliación y actúen como embajadores de buena voluntad, apertura y perdón (ver 2 Cor. 5: 17-19). Esta siempre será una tarea difícil y delicada. Es nuestro deber tratar de evitar los numerosos riesgos políticos que se presentan en el camino, pero al mismo tiempo proclamar libertad de las persecuciones, la discriminación, la pobreza extrema y de otras formas de injusticia. Es una responsabilidad cristiana empeñarnos en brindar protección a los que se encuentran en peligro de sufrir a causa de la violencia, la explotación y el terror.
Contribuyendo a una mayor calidad de vida
Los esfuerzos discretamente llevados a cabo por las entidades religiosas y las personas que actúan entre bastidores son de un valor incalculable, aunque resultan insuficientes. «No somos tan solo criaturas espirituales. Estamos interesados de manera activa en todo lo que influye sobre nuestra forma de vivir; nos preocupa el bienestar del planeta». El ministerio cristiano de la reconciliación tiene que «contribuir a la restauración de la dignidad, la igualdad y la unidad humanas mediante la gracia de Dios, que permite que los seres humanos se vean unos a otros como miembros de la familia de Dios».*
Las iglesias no deberían ser conocidas únicamente por sus contribuciones espirituales, aunque estas resulten esenciales, sino también por su aportación a la calidad de vida. En este contexto, es esencial el fomento de la paz. Es necesario que nos arrepintamos de las expresiones o los hechos de violencia en los cuales los cristianos y las iglesias han participado de manera activa, tolerado o tratado de justificar, a lo largo de la historia y en épocas recientes. Hacemos un llamamiento a los cristianos y a todas las gentes de buena voluntad del mundo para que participen de forma activa en el fomento y el mantenimiento de la paz, y así formen parte de la solución y no del problema.
Los pacificadores
La Iglesia Adventista del Séptimo Día desea abogar por la armonía no coercitiva del reino venidero de Dios. Esto requiere la construcción de puentes que fomenten la reconciliación entre las partes de un conflicto. El profeta Isaías lo expresó de la siguiente manera: «Serás llamado “reparador de portillos”, “restaurador de viviendas en ruinas”» (Isa. 58: 12). Jesucristo, el Príncipe de Paz, quiere que sus seguidores sean los pacificadores de la sociedad y por eso los llama bienaventurados (Mat. 5: 9).
La cultura de la paz por medio de la educación
La Iglesia Adventista del Séptimo Día administra el que puede que sea el segundo mayor sistema educativo privado religioso del mundo. Se recomienda a cada una de sus más de seis mil escuelas primarias, secundarias, colegios superiores y universidades que dediquen una semana de cada año escolar a enfatizar y destacar, por medio de diversos programas, el respeto, la conciencia social, la no violencia, la pacificación, la resolución de conflictos y la reconciliación como formas de contribución «adventista» a una cultura de armonía y paz sociales. Con esto en mente, el Departamento de Educación de la Iglesia Adventista mundial está preparando planes curriculares y otros materiales para ayudar a poner en marcha este programa en favor de la paz.
La instrucción de los feligreses con respecto a la no violencia, la paz y la reconciliación tiene que ser un proceso permanente. Se hace un llamamiento a los pastores a usar el púlpito para proclamar el evangelio de la paz, el perdón y la reconciliación, que tiene poder para derribar las barreras creadas por las diferencias raciales, étnicas, de nacionalidad, sexo o religión, y para fomentar las relaciones humanas pacíficas entre las personas, los colectivos y las naciones.
La esperanza cristiana
Aunque el fomento de la paz parezca tarea imposible, existe la promesa y la posibilidad de transformación por medio de la renovación. En términos teológicos, todos los actos de violencia y terrorismo son, en realidad, un aspecto del conflicto entre Cristo y Satanás. El cristiano tiene esperanza porque tiene la certeza de que el mal —el misterio de la iniquidad— seguirá su curso hasta que sea derrotado por el Príncipe de la Paz cuando el mundo sea restaurado. Esta es nuestra esperanza.
A pesar de contener relatos sobre guerras y violencia, el Antiguo Testamento, al igual que el Nuevo Testamento, presenta el anhelo de la nueva creación y sus promesas que pondrán fin al círculo vicioso de la guerra y el terror, cuando las armas desaparecerán y se tornarán en herramientas agrícolas, y la paz y el conocimiento de Dios cubrirán todo el mundo así como las aguas cubren los océanos (ver Isa. 2: 4; 11: 9).
Mientras tanto, es necesario que en todas nuestras relaciones sigamos la regla de oro, la cual nos pide que hagamos a los demás lo que nos gustaría que ellos nos hicieran a nosotros (ver Mat. 7: 12), y que no solo amemos a Dios sino que amemos así como él ama (ver 1 Juan 3: 14, 15; 4: 11, 20, 21).
Declaración aprobada por el Concilio de Primavera de la Junta Directiva de la Asociación General el 18 de abril de 2002 en Silver Spring, Maryland.
* Palabras pronunciadas por Jan Paulsen, presidente de la Asociación General. Declaración aprobada el 6 de abril de 1999 por la Junta Administrativa de la Asociación General, dada a conocer por el Departamento de Relaciones Públicas de la Asociación General.