Los lazos familiares son los más estrechos, tiernos y sagrados de todas las relaciones humanas que se establecen en la tierra. Dios instituyó la familia como la principal proveedora de las relaciones de cálida afectividad que anhela el corazón humano.
En el círculo familiar es donde primordialmente se satisfacen las profundas y permanentes necesidades de pertenencia, amor e intimidad. Dios bendice a la familia y es su intención que sus miembros se ayuden mutuamente a fin de alcanzar la completa madurez y la plenitud. En la familia cristiana se fortalecen y protegen la autoestima y la dignidad de cada integrante en un ambiente de respeto, igualdad, sinceridad y amor. En este círculo íntimo se desarrollan las primeras y más duraderas actitudes hacia las relaciones humanas, y se transmiten los valores de una generación a la siguiente.
Dios desea revelarnos su carácter y sus caminos por medio de las relaciones familiares. El matrimonio basado en el amor mutuo, el respeto, la intimidad y el compromiso para toda la vida refleja el amor, la santidad, la cercanía y la inmutabilidad del vínculo entre Cristo y su iglesia. La educación y la disciplina de los niños por parte de sus padres, y la respuesta de estos al afecto que se les muestra, reflejan la experiencia de los creyentes como hijos de Dios. Por la gracia de Dios, la familia puede ser un medio muy valioso para llevar a sus miembros a Cristo.
El pecado ha desvirtuado los ideales de Dios para el matrimonio y la familia. Además, la actual complejidad social y las enormes presiones que afectan a las interrelaciones humanas provocan crisis en muchas familias. Los resultados se ponen de manifiesto en vidas y relaciones quebrantadas, disfuncionales, caracterizadas por la desconfianza, el conflicto, la hostilidad y el distanciamiento. Muchos miembros de familia, incluidos padres y abuelos, pero especialmente esposas e hijos, sufren violencia familiar. El abuso, tanto psicológico como físico, ha alcanzado proporciones epidémicas. El incremento del número de divorcios es una señal del elevado grado de conflictividad y desdicha que se da en los matrimonios.
Las familias necesitan experimentar una renovación y un cambio en sus relaciones. Esto las ayudará a cambiar las actitudes y prácticas destructivas que actualmente prevalecen en muchos hogares. Mediante el poder del evangelio, cada miembro de familia es capacitado para reconocer su condición pecaminosa, aceptar el estado de degradación en que se encuentra y recibir la sanidad de Cristo en su vida y en sus relaciones. Aunque algunas relaciones familiares no estén a la altura del ideal y quizá resulte imposible la recuperación plena de experiencias dañinas, donde reina el amor de Cristo, su Espíritu promoverá la unidad y la armonía, y hará de estos hogares canales de gozo y poder que den vida a la iglesia y a la comunidad.
Declaración presentada por Neal C. Wilson, presidente de la Asociación General, tras consulta con los dieciséis vicepresidentes, en el Congreso de la Asociación General de Indianápolis el 5 de julio de 1990.