En un mundo devastado por el pecado, se multiplican los amargos frutos de la codicia, la guerra y la ignorancia. Incluso en la llamada «sociedad de la abundancia» cada vez hay más pobres y sin techo. Cada día mueren de hambre más de diez mil personas en el mundo. Actualmente dos mil millones de personas sufren de desnutrición, y muchos miles más se quedan ciegos cada año como consecuencia de una alimentación deficiente. Aproximadamente dos tercios de la población mundial se hallan atrapados por el hambre, la enfermedad y la muerte.
Muchos son culpables de su propia condición, pero la mayoría de esas personas y familias viven sumidos en la miseria debido a circunstancias políticas, económicas, culturales o sociales que en su mayoría escapan a su control.
A lo largo de la historia, quienes se han enfrentado a semejantes circunstancias han hallado socorro y auxilio en el corazón de los seguidores de Cristo. Para brindar asistencia a estas personas la Iglesia Adventista ha establecido diversas instituciones, que posteriormente pasaron a manos de entidades gubernamentales, o viceversa. Más allá de su altruismo ideológico, estas agencias reflejan el reconocimiento de la sociedad de que tratar con bondad a los menos afortunados beneficia sus propios intereses.
Los sociólogos sostienen que las condiciones que rodean a la pobreza constituyen terreno abonado para numerosos males. Los sentimientos de desesperanza, alienación, envidia y resentimiento a menudo desembocan en actitudes y conductas antisociales. En consecuencia, la sociedad tiene que pagar los efectos de esos males por medio de tribunales, prisiones y sistemas de asistencia social. La pobreza y el infortunio, como tales, no causan delincuencia, ni son excusas para cometer delitos; pero cuando las demandas de compasión no son satisfechas, es probable que se suscite el desánimo y el resentimiento.
Las demandas de compasión cristiana tienen un sólido fundamento. No se desprenden de ninguna teoría legal ni contrato social, sino de las claras enseñanzas de las Escrituras: «Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios» (Miq. 6: 8).
El capítulo 58 de Isaías es muy valioso para los adventistas, pues nos muestra nuestra responsabilidad, dado que cada uno de nosotros ha sido llamado a ser «reparador de portillos, restaurador de viviendas en ruinas» (vers. 12). Se nos llama a restaurar y «desatar las ligaduras de impiedad», a compartir el «pan con el hambriento», a albergar «a los pobres errantes», y a cubrir al desnudo toda vez que lo veamos (vers. 6, 7). Es así que, como reparadores de brechas, hemos de restaurar y cuidar a los pobres. Si cumplimos los principios de la ley de Dios con actos de misericordia y amor, representaremos el carácter de Dios ante el mundo.
Al cumplir hoy el ministerio de Cristo, hemos de hacer lo que él hizo. No solo tenemos que predicar el evangelio a los pobres, sino también sanar a los enfermos, alimentar a los hambrientos y levantar a los caídos (ver Luc. 4: 18, 19; Mat. 14: 14). Mateo 14: 16 nos explica que el propósito de esto era que la gente no tuviera necesidad de irse. El propio ejemplo de Cristo es decisivo para sus seguidores.
La respuesta que dio Jesús al fingido interés de Judas por los pobres —«Porque siempre tendréis pobres con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis» (Mat. 26: 11)— nos recuerda que, por encima de todo, la gente necesita el «Pan de vida». Sin embargo, reconocemos también que lo físico y lo espiritual son inseparables. Al apoyar los planes tanto de organismos públicos como de la Iglesia para aliviar el sufrimiento, y al realizar esfuerzos compasivos individuales y colectivos, ese aspecto espiritual se verá realzado.
Declaración pública dada a conocer por Neal C. Wilson, presidente de la Asociación General, el 5 de julio de 1990, tras consultas con los dieciséis vicepresidentes de la Iglesia Adventista mundial, en el Congreso de la Asociación General celebrado en Indianápolis, Indiana.