Por su complejidad, el problema de la guerra se ha convertido en uno de los mayores dilemas de nuestros días, desde los puntos de vista político y ético. La desesperación se cierne sobre los corazones y las mentes de millones de personas que temen un holocausto nuclear y carecen de la esperanza de la vida eterna.
La situación actual no tiene parangón en la historia. La humanidad ha desarrollado los medios para su propia autodestrucción, y estos medios resultan cada vez más «sofisticados» y «eficaces», suponiendo que estos calificativos fueran los apropiados. Desde la Segunda Guerra Mundial los civiles han dejado de ser las víctimas ocasionales y accidentales de estos conflictos y se han convertido en su blanco.
Los cristianos creemos que la guerra es el resultado del pecado. Desde la caída del hombre, la lucha ha sido un elemento permanente en la existencia humana. «Satanás se deleita en la guerra […]. Su objetivo consiste en hostigar a las naciones a hacerse mutuamente la guerra» (El conflicto de los siglos, cap. 37, p. 575), ya que es una táctica de distracción para interferir con la obra del evangelio. Aunque durante los últimos cuarenta años se ha evitado un conflicto global, se han producido más de ciento cincuenta conflictos bélicos, tanto internacionales como guerras civiles, en los que han perdido la vida millones de personas.
En la actualidad, prácticamente todos los gobiernos del mundo afirman estar trabajando a favor del desarme y la paz, pero a menudo sus acciones parecen apuntar en la dirección contraria. Muchos países invierten gran parte de sus recursos financieros en conseguir armas nucleares y otros materiales de guerra suficientes para destruir a la civilización tal y como la conocemos hoy. Los noticieros destacan que millones de hombres, mujeres y niños sufren y mueren en las guerras y en los conflictos civiles, y que tienen que vivir en la pobreza y la miseria. La carrera armamentista, con su colosal derroche de recursos financieros y humanos, es una de las inmoralidades más evidentes de nuestro tiempo.
Por lo tanto, es correcto y apropiado que los cristianos promuevan la paz. La Iglesia Adventista del Séptimo Día anima a «las naciones» a convertir «sus espadas en arados, y sus lanzas en hoces» (Isa. 2: 4, NVI). La Creencia Fundamental número 7 de la Iglesia Adventista, basada en la Biblia, afirma que los hombres y las mujeres fueron «creados para la gloria de Dios» y «son llamados a amarlo a él y a amarse mutuamente, y a cuidar del medio ambiente» (Manual de la Iglesia, edición 2010, p. 171), no a destruirlo ni a hacerse daño unos a otros. El propio Jesús dijo: «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mat. 5: 9).
Aunque no se puede alcanzar la paz mediante declaraciones oficiales, la verdadera iglesia cristiana ha sido llamada a buscarla, desde sus comienzos hasta la segunda venida de Cristo. La esperanza en la segunda venida no ha de mantenerse en un aislamiento social, sino que debe manifestarse y traducirse en una profunda preocupación por el bienestar de cada miembro de la familia humana. Sin embargo, ninguna acción cristiana, ni actual ni futura, traerá por sí misma el reino venidero de la paz, ya que solo Dios puede implantar ese reino con el regreso de su Hijo.
En un mundo donde abundan el odio y las contiendas, un mundo de luchas ideológicas y conflictos militares, los adventistas desean ser conocidos como pacificadores, y por su acción en favor de la justicia y la paz universales con Cristo como cabeza de una nueva humanidad.
Declaración pública dada a conocer por Neal C. Wilson, presidente de la Asociación General, tras consultas con los dieciséis vicepresidentes durante el Congreso de la Asociación General de Nueva Orleans, el 27 de junio de 1985.