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En su infinito amor y sabiduría, Dios creó a la humanidad, tanto al hombre como a la mujer, y al hacerlo basó la sociedad humana sobre el firme fundamento de hogares y familias amorosas. No obstante, el propósito de Satanás es pervertir todo lo bueno, y la perversión de lo bueno inevitablemente lleva a lo peor. Bajo la influencia de pasiones desenfrenadas carentes de todo principio moral y religioso, la asociación de los sexos ha degenerado, hasta un punto sumamente perturbador, en una depravación y abusos que llevan a la esclavitud. Gracias a la contribución de innumerables películas, videos, programas de radio y televisión y de materiales impresos, el mundo está siendo conducido hacia la inmoralidad y depravación más profundas. De esta manera no solo se causa un gran daño a la estructura fundamental de la sociedad, sino que la destrucción de la familia da lugar a males incluso peores. Los resultados que vemos en las vidas desequilibradas de niños y jóvenes son inquietantes y suscitan nuestra compasión, y sus efectos no solo son desastrosos sino también acumulativos.

Estos males se muestran en forma cada vez más abierta y constituyen una grave y creciente amenaza para los ideales y propósitos de los hogares cristianos. Las prácticas sexuales contrarias a la expresa voluntad de Dios son el adulterio, las relaciones sexuales prematrimoniales y la adicción al sexo. El abuso sexual del cónyuge, el abuso sexual infantil, el incesto, las prácticas homosexuales tanto entre hombres como mujeres y el bestialismo se encuentran entre las perversiones más evidentes del plan original de Dios. Dado que se niega la intención de los pasajes de las Escrituras más claros (ver Éxo. 20: 14; Lev. 18: 22, 23, 29; 20: 13; Mat. 5: 27, 28; 1 Cor. 6: 9; 1 Tim. 1: 10; Rom. 1: 20-32) y se rechazan sus advertencias para reemplazarlas por opiniones humanas, prevalece una gran incertidumbre y confusión. Esto es lo que Satanás desea, porque él siempre ha procurado hacer que la gente olvide que cuando Dios creó a Adán, también creó a Eva para que fuera su compañera («varón y hembra los creó» [Gén. 1: 27]). A pesar de las claras normas morales presentadas en la Palabra de Dios para las relaciones entre los hombres y las mujeres, en la actualidad el mundo está siendo testigo de un resurgimiento de las perversiones y aberraciones que caracterizaron las civilizaciones antiguas.

En la Palabra de Dios se describen con claridad cuáles son los resultados degradantes de la obsesión contemporánea con el sexo y la búsqueda de los placeres sensuales. Sin embargo, Cristo vino a destruir las obras del diablo y a restaurar la correcta relación entre los seres humanos y entre estos y su Creador. De este modo, aunque caídos por medio de Adán y cautivos en el pecado, los que se vuelven a Cristo arrepentidos reciben el perdón pleno y escogen un camino mejor, que es la senda hacia la plena restauración. Por medio de la cruz, el poder del Espíritu Santo en el «hombre interior» y el ministerio de instrucción y cuidado de la iglesia, todos pueden ser liberados de las garras de las perversiones y las prácticas pecaminosas.

La aceptación de la gracia gratuita de Dios lleva consiguientemente a cada creyente a un modo de vida y conducta que adornan «la doctrina de Dios, nuestro Salvador» (Tito 2: 10). También llevará a la iglesia como cuerpo a mostrar una disciplina firme y amante con los miembros cuya conducta represente mal al Salvador y distorsione o rebaje las normas de vida y conducta cristianas.

La Iglesia reconoce la penetrante verdad y la poderosa motivación de las palabras que Pablo escribió a Tito: «La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a toda la humanidad, y nos enseña que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, mientras aguardamos la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2: 11-14; ver también 2 Ped. 3: 11-14).

 

Declaración aprobada el 12 de octubre de 1987 por la Junta Directiva de la Asociación General en el Concilio Anual celebrado en Washington D.C.

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