Quienes rigen sus vidas por la Palabra de Dios reconocen que la realidad de la muerte forma parte de la condición humana actual, afectada por el pecado (Gén. 2: 17; Rom. 5; Heb. 9: 27). Hay «un tiempo para nacer, y un tiempo para morir» (Ecle. 3: 2, NVI). Aunque la vida eterna es una dádiva que se otorga a todos los que aceptan la salvación por medio de Jesucristo, los cristianos fieles aguardan su segunda venida para recibir la inmortalidad (Juan 3: 36; Rom. 6: 23; 1 Cor. 15: 51-54). Mientras aguardan el regreso de Jesús, los cristianos pueden ser llamados a cuidar de pacientes terminales y a enfrentar su propia muerte.
El dolor y el sufrimiento afligen a toda vida humana. Los traumas físicos, mentales y emocionales son universales. Sin embargo, el sufrimiento humano no tiene valor expiatorio ni meritorio. La Biblia enseña que el sufrimiento humano, por muy intenso que sea, jamás podrá expiar el pecado, pues solo el sufrimiento de Cristo puede hacerlo. Las Escrituras invitan a los cristianos a no perder la esperanza durante la enfermedad y la angustia, y los insta a aprender la obediencia (Heb. 5: 7, 8) y la paciencia (Sant. 1: 2-4) y a soportar las tribulaciones (Rom. 5: 3). La Biblia también da testimonio del poder de Jesús para vencer (Juan 16: 33) y enseña que el servicio en pro de los que sufren es un deber cristiano básico (Mat. 25: 34- 40). Este fue el ejemplo y la enseñanza de Cristo (Mat. 9: 35; Luc. 10: 34- 36), y él desea que nosotros hagamos lo mismo (Luc. 10: 37). Los cristianos aguardamos con expectación el día en que Dios pondrá fin al sufrimiento para siempre (Apoc. 21: 4).
Los avances de la medicina moderna han hecho que la toma de decisiones relacionadas con pacientes terminales sea cada vez más compleja. En el pasado se podía hacer muy poco para prolongar la vida, pero la capacidad de la medicina actual de posponer la muerte ha suscitado complejos interrogantes morales y éticos. ¿Qué restricciones establece la fe cristiana al uso de esa capacidad? ¿Cuándo el objetivo de aplazar el momento de la muerte debería dar paso al de aliviar el dolor del paciente terminal? ¿Quién está debidamente capacitado para tomar esas decisiones? ¿Qué límites, si es que los hay, debe establecer la compasión cristiana para poner fin al sufrimiento humano?
Por lo general, estas cuestiones son abordadas bajo el epígrafe de «eutanasia», término que genera bastante confusión. Su significado original y literal es «buena muerte», pero en la actualidad esta palabra se emplea de dos maneras completamente diferentes. Con frecuencia se utiliza en el sentido de «muerte digna», es decir, de la interrupción intencional de la vida del paciente con el objetivo de evitarle una muerte dolorosa o de aliviar la carga de la familia o de la sociedad. A este tipo de eutanasia se la conoce como «eutanasia activa». Sin embargo, también se emplea el término «eutanasia» —de manera incorrecta según la perspectiva adventista — a la acción de detener o suspender las intervenciones médicas que prolongan artificialmente la vida humana, permitiendo con ello al paciente morir de forma natural. Esta es la «eutanasia pasiva». Los adventistas creemos que permitir que un paciente fallezca por la suspensión de tratamientos que solo prolongan el sufrimiento y posponen el momento de la muerte, difiere moralmente de las acciones que tienen como intención primaria y directa quitar la vida a una persona.
Los adventistas intentamos enfocar los problemas éticos relacionados con el fin de la vida de un modo que muestre nuestra fe en Dios como Creador y Redentor y que revele de qué forma la gracia de Dios nos capacita para servir compasivamente a nuestro prójimo. Creemos que cuando Dios creó la vida humana nos hizo un regalo maravilloso que hemos de proteger y cuidar (Gén. 1-2). También sostenemos que el maravilloso don divino de la redención concede vida eterna a todos los que creen (Juan 3: 15; 17: 3). Por eso defendemos el uso de los avances médicos cuyo propósito sea ampliar y mejorar la calidad de vida humana en este mundo; sin embargo, dichos avances han de ser aplicados mediante procedimientos caritativos que revelen la gracia divina al evitar el sufrimiento. Los cristianos no necesitan aferrarse con ansiedad a los últimos vestigios de la vida en esta tierra, pues tenemos la promesa de la vida eterna en la tierra nueva. No creemos que sea necesario aceptar u ofrecer todos los tratamientos médicos posibles que lo único que logran es prolongar la agonía de la muerte.
Como estamos comprometidos con el cuidado integral del ser humano, nos preocupamos por el bienestar físico, emocional y espiritual de los pacientes terminales. Por ello defendemos los siguientes principios basados en la Biblia:
1. Toda persona que se halle en la fase terminal de su vida y que tenga la mente lúcida merece conocer la verdad acerca de su condición, los distintos tratamientos que existen para combatirla y sus posibles resultados. No se le debe ocultar la verdad al paciente, sino dársela a conocer con amor cristiano, mostrando empatía con sus circunstancias personales y culturales (Efe. 4: 15).
2. Dios ha concedido a los seres humanos el libre albedrío y les pide que usen esa libertad de manera responsable. Los adventistas creemos que esa libertad incluye la toma de decisiones relacionadas con la atención médica. Creemos que, si una persona es capaz de decidir por sí misma, debe, tras haber buscado la orientación divina, considerado las opiniones de los que serían afectados por su decisión (Rom. 14: 7), y, sopesado los consejos de los médicos, determinar si aceptará o rechazará los tratamientos que pueden prolongarle la vida. No se puede obligar a nadie a someterse a tratamientos médicos que la persona considere inaceptables.
3. Es el plan de Dios que seamos sustentados dentro de una familia y de una comunidad de fe. Las decisiones que tienen que ver con la vida humana se toman mejor en el marco de una relación familiar sana, y tomando en cuenta el consejo médico (Gén. 2: 18; Mar. 10: 6-9; Éxo. 20: 12; Efe. 5-6). Cuando un paciente terminal es incapaz de dar su consentimiento o de expresar sus preferencias sobre el tratamiento médico más conveniente para él, la decisión final debe recaer sobre la persona elegida por el paciente o, si este no ha designado a nadie, sobre una persona muy cercana al paciente. Excepto en circunstancias extraordinarias, los profesionales médicos o legales deberían permitir que las decisiones relacionadas con los tratamientos médicos que deben aplicarse a un paciente terminal fueran tomadas por las personas más cercanas a este. Es preferible que los deseos del individuo consten por escrito, y que estén de acuerdo con las exigencias legales en vigor.
4. El amor cristiano es práctico y responsable (Rom. 13: 8-10; 1 Cor. 13; Sant. 1: 27; 2: 14-17). Ese amor no niega la fe ni nos obliga a ofrecer o aceptar tratamientos médicos cuyos inconvenientes son mayores que sus posibles beneficios. Por ejemplo, cuando el tratamiento se limita a conservar las funciones del cuerpo, pero no existen esperanzas de que el paciente recupere la consciencia, este resulta inútil y puede, en conciencia, ser suspendido o interrumpido. De manera similar, los tratamientos médicos que buscan prolongar la vida pueden ser omitidos o interrumpidos si lo único que consiguen es intensificar el sufrimiento del paciente o alargar innecesariamente el proceso de la muerte. En todos los casos, la decisión que se tome debe estar en armonía con las disposiciones legales en vigor.
5. Aunque el amor cristiano nos puede llevar a mantener o a interrumpir aquellos tratamientos que solo acrecientan el sufrimiento o prolongan el proceso de la muerte, los adventistas no practicamos «el derecho a una muerte digna» tal como lo entiende la sociedad, ni ayudamos al suicidio (Gén. 9: 5, 6; Éxo. 20: 13; 23: 7). Nos oponemos a la eutanasia activa, es decir, a quitar intencionalmente la vida de una persona que sufre o de un paciente terminal.
6. La compasión cristiana nos impele a mitigar el sufrimiento (Mat. 25: 34-40; Luc. 10: 29-37). Es nuestra responsabilidad, hasta donde nos resulte posible, aliviar el dolor y el sufrimiento del paciente terminal, sin recurrir a la eutanasia activa. Cuando sea evidente que la intervención médica no puede curar al paciente, el objetivo principal debería ser procurar aliviarle el sufrimiento.
7. El principio bíblico de justicia prescribe que hemos de prestar especial atención a las necesidades de los indefensos y dependientes (Sal. 82: 3, 4; Prov. 24: 11, 12; Isa. 1: 1-18; Miq. 6: 8; Luc. 1: 52-54). Debido a su mayor vulnerabilidad, se deberían tomar medidas especiales para que los pacientes terminales reciban un trato respetuoso y sin discriminación. La atención al paciente terminal debe centrarse en sus necesidades espirituales y físicas y en las decisiones que haya tomado, no en consideraciones sobre su estatus social (Sant. 2: 1-9).
Al buscar el mejor modo de aplicar estos principios, los adventistas obtenemos esperanza y valor porque sabemos que Dios responde las oraciones de sus hijos y tiene la capacidad de realizar milagros en nuestro favor (Sal. 103: 1-5; Sant. 5: 13-16). Siguiendo el ejemplo de Jesús, oramos para aceptar la voluntad de Dios en todo (Mat. 26: 39). Confiamos en que podemos pedir que el poder de Dios nos asista a la hora de satisfacer las necesidades físicas y espirituales de los pacientes terminales. Sabemos que la gracia de Dios es suficiente para fortalecer a estas personas a fin de que puedan superar la adversidad (Sal. 50: 14-15). Creemos que para los que tienen fe en Jesús la vida eterna está garantizada por el triunfo del amor de Dios.
Declaración de consenso aprobada el 9 de octubre de 1992 por la Junta Directiva de la Asociación General en el Concilio Anual.